Onetti y Mario (Juan Cruz Ruiz) La Opinión A Coruña, 23/11/2008.
“Onetti tenía un profundo afecto por Mario; esos chistes que él contaba de su relación con Vargas Llosa, y que Mario reproduce en este libro (El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, Alfaguara) reflejaban, y es verdad que lo hacían, esto no es hipérbole, yo lo ví, ese profundo afecto; Vargas Llosa, decía Onetti, “está casado con la literatura, y yo tengo la relación de un amante”. Y también reproduce Mario ese otro chascarrillo tan famoso sobre su dentadura: “Yo tengo una dentadura perfecta”, le explicó, desdentado, a una productora de la televisión francesa, “pero se la he prestado a Mario Vargas Llosa”.
Valparaíso está muy cerca de Santiago y parecen separarlas solo nuestras hirsutas montañas en cuyas cimas se levantan, como obeliscos, gigantescos cactus hostiles y floridos.
Pero la verdad es que algo infinitamente indefinible separa a Valparaíso de Santiago, capital de Chile. Santiago es una ciudad prisionera, cerrada por sus muros de nieve. Valparaíso abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de las calles, a los ojos de los niños: todo es allí diferente. En el punto más desordenado de mi juventud nos metíamos de pronto en un tren, siempre de madrugada, siempre sin haber dormido, siempre en un vagón de tercera clase, sin un centavo en los bolsillos, dirigidos por la estrella de Valparaíso. Éramos poetas o pintores de poco más o menos veinte años y entre aquellos cuatro o cinco viajeros reuníamos una valiosa carga de locura irreflexiva que quería emplearse, extenderse, estallar. Valparaíso nos llamaba con su pulso magnético.
Solo muchos años después he sentido desde otra ciudad ese mismo llamado inexplicable. Fue durante mis años de Madrid. De pronto en una cervecería, saliendo de un teatro en la noche o simplemente andando por la calle, oía la voz de Toledo que me llamaba, la muda voz de sus fantasmas, de su silencio. Y a esas altas horas, con mis amigos tan locos como los de mi juventud, nos largábamos hacia la antigua ciudadela calcinada y torcida. Otra vez visitantes sin dinero y sin ningún conocido, dormíamos ahora vestidos sobre las arenas del Tajo, bajo los puentes de piedra.
No sé por qué entre mis viajes fantasiosos a Valparaíso uno se me ha quedado grabado, impregnado por el aroma de hierbas arrancadas a la intimidad de los campos. Contaré la historia.
Íbamos a despedir a un poeta y a un pintor que tal vez viajarían a Francia en una posibilidad de tercera clase de la P.S.N.C. (Pacific Steam Navegation Company) surto en la bahía. Allí estaba el navío lleno de luces y fumándose su gruesa chimenea: no había duda de que partiría. Como entre todos no teníamos para pagar ni el hotel más ratonil, buscamos a Novoa, uno de nuestros locos favoritos del gran Valparaíso. Sabíamos que él no desteñía y su casa en los cerros estaba siempre abierta de par en par a la locura. Era tarde en la noche cuando emprendimos la marcha. No era tan simple. Subiendo y resbalando interminablemente colinas y colinas hasta el infinito en la oscuridad veíamos imperturbable la silueta de Novoa que nos guiaba. Era un hombre grandísimo, de gruesos bigotazos y barba. Los faldones de su vestimenta oscura eran como alas en las cimas desconocidas de aquella cordillera que subíamos ciegos y abrumados.
Él no dejaba de hablar. Era un santo loco a quien solo nosotros los poetas habríamos canonizado. No daba importancia a esta consagración sino a las secretas relaciones, que solo él sabía, entre la salud corporal y los dones naturales de la tierra. Era, naturalmente, un naturista. Era un vegetariano vegetal, y él, sin dejar de predicarnos mientras marchaba, con voz tonante, hacia atrás, como si fuéramos sus discípulos, avanzaba imponente, tal como un san Cristóbal de los nocturnos, solitarios suburbios.
Por fin llegamos a su casa, que resultó ser una cabaña de dos habitaciones. Una de ellas la ocupaba la cama de nuestro san Cristóbal, la otra estancia la llenaba en gran parte un inmenso sillón de mimbre, obra maestra del siglo victoriano, profusamente entrecruzado por inútiles rosetones de paja y extraños cajoncitos adosados a sus brazos.
Fui designado para ocupar el gran sillón para dormir aquella noche. Mis amigos extendieron en el suelo los diarios de la tarde y se acostaron parsimoniosamente sobre las noticias de la época. Pronto supe, por sus respiraciones y ronquidos, que ya dormían todos. A mí me era difícil dormir sentado en aquel mueble monumental. El cansancio me mantuvo insomne.
Se oía un silencio de altura, de cumbres solitarias: solo algunos ladridos de perros astrales cruzaban la noche, solo algún pitazo lejanísimo de navío que entraba o que salía me confirmaba la noche de Valparaíso.
De pronto sentí una influencia extraña y arrobadora que me invadía. Era una fragancia montañosa a pradera, a vegetaciones que habían crecido con mi infancia y que yo había olvidado en el despeñado fragor de la ciudadanía. Me sentí reconciliado con el sueño, envuelto por la tierra maternal.
Pero, de dónde podía venir aquella palpitación silvestre de la tierra? Estaba impregnándome, se apoderaba de mis sentidos un olor invasor compuesto por una purísima virginidad de aromas. En la oscuridad palpé hacia la armazón de mimbre de mi sillón colosal.
Metiendo los dedos entre sus vericuetos descubrí al tacto innumerables cajoncillos. Y en ellos, sin ver en la oscuridad, con mis manos toqué plantas secas y lisas, ramos ásperos, espinosos, redondos, hojas lanceoladas, tiernas o férreas. Todo un arsenal de la salud de nuestro anfitrión vegetariano, de una vida recogiendo malezas con sus grandes brazos de san Cristóbal abundante y andarín.
Revelado el misterio, me fue fácil dormir entre aquellas hierbas guardianas.
Hoy, en la mañana de este mes de agosto de 1973 en Isla Negra, al recordarlo, compruebo que todos mis amigos de aquella noche extraña y aromática ya se fueron a la muerte cumpliendo cada uno su trágico o tranquilo destino.
Ceux qui se sont aimés pendant leur vie et qui se font inhumer l’un à côté de l’autre ne sont peut-être pas si fous qu’on pense. Peut-être leurs cendres se pressent, se mêlent et s’unissent! que sais-je? Peut-être n’ont-elles pas perdu tout sentiment, toute mémoire de leur premier état. Peut-être ont-elles un reste de chaleur et de vie dont elles jouissent à leur manière au fond de l’urne froide qui les renferme. Nous jugeons de la vie des éléments par la vie des masses grossières. Peut-être sont-ce des choses bien diverses. On croit qu’il n’y a qu’un polype! Et pourquoi la nature entière ne serait-elle pas du même ordre? Lorsque le polype est divisé en cent mille parties, l’animal primitif et générateur n’est plus; mais tous ses principes sont vivants. Ô ma Sophie! il me resterait donc un espoir de vous toucher, de vous sentir, de vous aimer, de vous chercher, de m’unir, de me confondre avec vous quand nous ne serons plus, s’il y avait pour nos principes une loi d’affinité, s’il nous était réservé de composer un être commun, si je devais dans la suite des siècles refaire un tout avec vous, si les molécules de votre amant dissous avaient a s’agiter, à s’émouvoir et à rechercher les vôtres éparses dans la nature! Laissez-moi cette chimère, elle m’est douce, elle m’assurerait l’éternité en vous et avec vous.
Walter Benjamin a désormais son nom de rue à Paris. Et en plus, c’est un passage. Dommage pour l’orthographe: Bertolt Brecht et Hannah Arendt.
2017 DU 83 Dénomination passage Walter Benjamin (4e).
PROJET DE DELIBERATION
EXPOSE DES MOTIFS
Mesdames, Messieurs,
Il vous est aujourd’hui proposé de rendre hommage à Walter Benjamin, philosophe et écrivain allemand, traducteur de Proust et Baudelaire, en attribuant son nom à une partie de la rue des Ecouffes, à Paris (4e).
Issu d’une famille juive allemande, Walter Bendix Schönflies Benjamin naît le 15 juillet 1892 à Berlin. Après son baccalauréat en 1912, il poursuit des études de philosophie et de littérature jusqu’à son doctorat sur l’art et le romantisme allemand. A Berlin, il participe activement au Mouvement de jeunesse
antibourgeois et publie ses premiers essais au journal du mouvement Le commencement. Il effectue un bref séjour à Paris en 1913.
Alors que la Première guerre mondiale éclate, il est éprouvé par le suicide d’un couple d’amis : le poèteHeinle et son amie Rika Seligsohn.
Admirateur de Kafka et de Klee, il est proche de Max Horkheimer et Theodor Adorno et ami de Berthold Brecht, Ernst Bloch et Hannah Harendt.
Chassé d’Allemagne en 1933 lors de l’accès au pouvoir d’Hitler, il émigre à Paris où l’Institut de Recherche sociale l’accueille comme membre permanent et assure la publication de ses essais. Les travaux sur Edouard Fuchs, collectionneur et historien (1937) ainsi que L’œuvre d’art à l’époque de sa
reproductibilité technique (1936) représentent une contribution essentielle à la sociologie des arts plastiques. Il gagne sa vie comme chroniqueur et essayiste. Il traduit notamment Baudelaire et Proust. Il rédige ses derniers essais Sur le Concept d’histoire pendant l’hiver 39-40. Paris, capitale du XIXe siècle est la grande œuvre inachevée de Walter Benjamin. Pendant l’Occupation, il préfère rester en Europe, tentant sans succès de rejoindre Londres. En 1940, ses amis lui procurent un visa d’émigration aux
Etats-Unis mais trop tard : il ne lui reste plus que la frontière espagnole pour fuir. Parvenu à Portbou, en Espagne, Walter Benjamin craint d’être livré à la Gestapo par le régime franquiste. Il se suicidera le 26 septembre 1940.
Un monument funéraire intitulé Passages, réalisé par le sculpteur israélien Dani Karavan, lui est dédié au cimetière de Portbou.
La Commission de dénomination des voies, places, espaces verts et équipements publics municipaux qui s’est réunie le 22 septembre 2016 a donné un avis favorable sur ce projet de dénomination.
Aussi, si vous en êtes d’accord, la dénomination “ passage Walter Benjamin ” sera attribuée à la partie de la rue des Ecouffes, voie publique, comprise entre la rue de Rivoli et la rue du Roi de Sicile, à Paris (4e), conformément au plan annexé au présent exposé des motifs.
Je vous prie, Mesdames et Messieurs, de bien vouloir en délibérer.
La Maire de Paris
«J’ai raconté, dans «Le monde d’en bas», comment je descendais régulièrement au bloc avec les lettres à Milena, mais je n’ai pas encore dit comment elles avaient atterri là. Une nouvelle édition venait de paraître chez Nous, traduite par Robert Kahn. Mon amie et chef de service à Libération, Claire, était venue quelques jours après l’attentat et me l’avait apportée. Quand elle est arrivée, j’étais au bloc. Comme elle ne disposait d’aucun papier, elle écrivit sur la page de garde: «Mon cher Philippe, je repasserai te voir bien sûr. Je t’embrasse bien fort. Claire.» Il avait fallu ces circonstances pour qu’elle en vienne à faire une chose que sa délicatesse et son éducation lui interdisaient, dédicacer un livre qu’elle n’avait pas écrit. Ce petit geste né des circonstances m’avait terriblement ému et ces quelques mots de Claire, joints aux lettres qui les suivaient, firent du livre un talisman qui, de chambre en chambre, de maison en maison et de pays en pays, ne m’a plus quitté.
Le jour où Claire me l’apporta, remontant du bloc à moitié endormi et nauséeux, je l’ai pris comme un ivrogne passant sous une douche glacée pour se réveiller, et je suis tombé sur des phrases que j’ai jusqu’ici simplement évoquées. Kafka est à Merano, au printemps 1920. Il parle de ses fiançailles ratées, mais on a l’impression qu’il parle du monde des malades, d’ailleurs comme tout est maladie il finit par en parler et il écrit. «De toute façon la réflexion sur ces choses n’apporte rien. C’est comme si l’on voulait s’efforcer de briser une seule des marmites de l’enfer, premièrement on échoue, et deuxièmement, si on réussit, on est consumé par la masse embrasée qui s’en échappe, mais l’enfer reste intact dans sa magnificence. Il faut commencer autrement. En tout cas s’allonger dans un jardin et tirer de la maladie, surtout si elle n’est pas vraiment une, le plus de douceurs possible. Il y a là beaucoup de douceurs.»
Ces phrases me servaient depuis lors de bréviaire, et même de viatique. Je les ai lues dans ma chambre, dans le monde d’en bas, dans le parc de l’hôpital, dans des salles d’attente de toutes sortes. Je les aurais lues sur le billard si j’avais pu, et cela jusqu’au moment où la brûlure de l’anesthésiant m’annonçait la perte de conscience. Elles me fixaient deux horizons qui, dans ma situation, étaient essentiels. D’abord, ne pas chercher à briser une seule des marmites de l’enfer dans lesquelles je me trouvais. Ne pas céder à la tristesse, à la colère, ne pas être obsédé par la destruction d’un enfer qui, comme celui de Kafka, resterait de toute façon, «intact dans sa magnificence». Ce mot, magnificence, à cet endroit, résumait sa modestie, son ironie, son innocence supérieure. On n’échappe pas à l’enfer dans lequel on est, on ne le détruit pas. Je ne pouvais pas éliminer la violence qui m’avait été faite, ni celle qui cherchait à en réduire les effets. Ce que je pouvais faire en revanche, c’était apprendre à vivre avec, l’apprivoiser, en recherchant, comme disait Kafka, le plus de douceurs possible. L’hôpital était devenu mon jardin. Et, regardant les infirmières, les aide-soignants, les chirurgiens, la famille, les amis, dans ce service d’urgence où chacun se plaignait et s’affrontait, où la crise était l’état naturel des patients et des soignants, je sentais que la douceur kafkaïenne existait, mais qu’elle n’était pas plus molle qu’une pierre et que la trouver dépendait de moi.»
« Un philosophe traînait toujours là où des enfants jouaient. Et quand il voyait un garçon qui avait une toupie, il était tout à coup aux aguets. Dès que la toupie se mettait à tourner, le philosophe la suivait pour l’attraper. Peu lui importait que les enfants se mettent à crier et essayent de le tenir à distance de leur jouet , il était heureux tant qu’il pouvait saisir la toupie encore en train de tourner, heureux juste un instant, car déjà il la jetait par terre et s’en allait. Il croyait en effet que la connaissance de chaque petite chose, ainsi par exemple une toupie en train de tourner, suffisait pour connaître la totalité. C’est pour cela qu’ il ne s’occupait pas des grands problèmes, du temps perdu à ses yeux : si la plus petite chose était vraiment connue, alors tout était connu, c’est pourquoi il ne s’occupait que de la toupie qui tournait. Et à chaque fois que les enfants se préparaient à faire tourner la toupie, il avait l’espoir que cela allait marcher cette fois-ci, et quand la toupie se mettait à tourner, il se mettait à espérer en courant essoufflé après elle qu’il atteindrait la connaissance. Mais quand il avait le stupide morceau de bois dans la main, il était dégoûté, et les cris des enfants qu’il n’avait pas entendus jusqu’alors, et qui lui arrivaient tout à coup dans les oreilles, le chassaient de là, chancelant comme une toupie sous des coups de fouet maladroits. »
(Le cavalier au seau à charbon et autres histoires fantastiques. Traduction : Laurent Margantin, Odradek éditions, 2016)
Vassili Grossman,Carnets de guerre. De Moscou à Berlin. 1941-1945.
«Et il n’y a plus personne à Kazary pour se plaindre, personne pour raconter, personne pour pleurer. Le silence et le calme règnent sur les corps des morts enterrés sous des terres calcinées, effondrées et envahies d’herbes folles. Ce silence est plus terrible que les larmes et les malédictions. Et il m’est venu à l’esprit que, de même que se tait Kazary, les Juifs se taisent dans toute l’Ukraine.
Massacrés les vieillards, les artisans, les maîtres renommés pour leur savoir-faire : tailleurs, chapeliers, bottiers, étameurs, orfèvres, peintres en bâtiment, fourreurs, relieurs, massacrés les vieux ouvriers, portefaix, charpentiers, fabricants de poêles, massacrés les amuseurs publics, les ébénistes, massacrés les porteurs d’eau, les meuniers, les boulangers, les cuisiniers, massacrés les médecins, praticiens, prothésistes dentaires, chirurgiens, gynécologues, massacrés les savants en bactériologie et en biochimie, les directeurs de cliniques universitaires, les professeurs d’histoire, d’algèbre, de trigonométrie, massacrés les professeurs à titre personnel, assistants, maîtres-assistants et maîtres de conférences des chaires universitaires, massacrés les ingénieurs, les architectes, massacrés les agronomes et les conseillers en agriculture, massacrés les comptables, caissiers, commanditaires, agents de fourniture, assistants de direction, secrétaires, gardiens de nuit, massacrées les maîtresses d’école, les couturières, massacrées les grands-mères qui savaient tricoter des chaussettes et cuire de délicieuses brioches, faire du bouillon et du strudel aux noix et aux pommes, massacrées les grands-mères qui n’étaient plus capables de rien, qui savaient seulement aimer leurs enfants et petits-enfants, massacrées les épouses fidèles à leur mari et massacrées les femmes légères, massacrées les belles jeunes filles, les étudiants doctes et les écolières mutines, massacrées les vilaines et les idiotes, massacrées les bossues, massacrées les chanteuses, massacrés les aveugles, massacrés les sourds-muets, massacrés les violonistes et les pianistes, massacrées les petites de deux ans et de trois ans, massacrés les vieux de quatre-vingts ans aux yeux ternis par la cataracte, aux doigts froids et transparents et aux voix presque inaudibles chuchotant comme du papier blanc, massacrés enfin les nourrissons tétant avidement le sein maternel jusqu’à leur dernière minute.
Ce n’est pas la mort des hommes morts à la guerre, les armes à la main, d’hommes ayant laissé derrière eux leur maison, leur famille, leurs champs, leurs chansons, leurs traditions, leurs récits. C’est le meurtre d’une immense expérience professionnelle, élaborée de génération en génération par des milliers d’artisans et d’intellectuels pleins d’esprit et de talent. C’est le meurtre d’habitudes du quotidien transmises par les aïeux aux enfants, c’est le meurtre des souvenirs, des chansons tristes, de la poésie populaire, de la vie allègre et amère, c’est la destruction du foyer, des cimetières, c’est la mort d’un peuple qui a vécu des siècles aux côté du peuple ukrainien…
Khristia Tchouniak, une paysanne de quarante ans du village de Krassilovka, dans le district de Brovary de la région de Kiev, m’a raconté comment les Allemands exécutèrent à Brovary, le médecin juif Feldman. Ce Feldman, un vieux célibataire qui avait adopté deux enfants de paysans, était l’objet d’une véritable adoration de la part de la population. Une foule de paysannes en pleurs, suppliantes, allèrent trouver le commandant allemand pour lui demander de laisser la vie sauve à Feldman. Le commandant fut contraint de céder aux prières des femmes. C’était à l’automne 1941. Feldman continua à vivre à Brovary et à soigner les paysans. Il a été exécuté cette année au printemps. En racontant comment le vieil homme avait lui-même creusé sa tombe (il était en effet tout seul pour mourir, car au printemps 1943 il n’y avait déjà plus de Juifs vivants), Khristia Tchouniak retenait ses sanglots et elle finit par éclater en pleurs.»
Jean-Jacques Rousseau est né le 28 juin 1712 à Genève et mort le 2 juillet 1778 à Ermenonville.
«Le bonheur est un état permanent qui ne semble pas fait ici-bas pour l’homme. Tout est sur la terre dans un flux continuel qui ne permet à rien d’y prendre une forme constante. Tout change autour de nous. Nous changeons nous-mêmes et nul ne peut s’assurer qu’il aimera demain ce qu’il aime aujourd’hui. Ainsi tous nos projets de félicité pour cette vie sont des chimères. Profitons du contentement d’esprit quand il vient; gardons-nous de l’éloigner par notre faute, mais ne faisons pas des projets pour l’enchaîner, car ces projets-là sont de pures folies. J’ai peu vu d’hommes heureux, peut-être point ; mais j’ai souvent vu des cœurs contents, et de tous les objets qui m’ont frappé c’est celui qui m’a le plus contenté moi-même. Je crois que c’est une suite naturelle du pouvoir des sensations sur mes sentiments internes. Le bonheur n’a point d’enseigne extérieure; pour le connaître, il faudrait lire dans le cœur de l’homme heureux; mais le contentement se lit dans les yeux, dans le maintien, dans l’accent, dans la démarche, et semble se communiquer à celui qui l’aperçoit. Est-il une jouissance plus douce que de voir un peuple entier se livrer à la joie un jour de fête, et tous les cœurs s’épanouir aux rayons expansifs du plaisir qui passe rapidement, mais vivement, à travers les nuages de la vie?»
Extrait de la «Neuvième Promenade», Rêveries du promeneur solitaire (écrites en 1776-1778, publiées en 1782).
“Nunca, nada, nadie. Tres palabras terribles; sobre todo la última. (Nadie es la personificación de la nada). El hombre, sin embargo, se encara con ellas y acaba perdiéndoles el miedo… ¡Don Nadie! ¡Don José María Nadie! ¡El excelentísimo señor Don Nadie! Conviene que os habituéis -habla Mairena a sus discípulos- a pensar en él y a imaginarlo. Cómo ejercicio poético no se me ocurre nada mejor. Hasta mañana.”