“La blasfemia forma parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se blasfema: lo popular allí es el ateísmo. Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad. Dios, que lee en los corazones, ¿se dejará engañar? Antes perdona Él -no lo dudéis- la blasfemia proferida que aquella otra hipócritamente guardada en el fondo del alma o, más hipócritamente todavía, trocada en oración.
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Mas no todo es folklore en la blasfemia, que decía mi maestro Abel Martín. En una facultad de Teología bien organizada es imprescindible – para los estudios del doctorado, naturalmente – una cátedra de Blasfemia, desempeñada, si fuera posible, por el mismo Demonio.
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-Continúe usted, señor Rodríguez, desarrollando el tema”.
-En una república cristiana – habla Rodríguez, en ejercicio de oratoria – democrática y liberal, conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoniaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas”.