
“María Zambrano no sólo es una estación de tren.”
Une demande de Manuel sur les textes de María Zambrano et l’exil m’a obligé à me replonger dans certains de ses articles. J’ai aimé El saber de experiencia.

El saber de experiencia, (Notas inconexas)
Lo grave del saber de experiencia es que, si es verdadero, llega después, no sirve y es intransferible. Viendo la pureza de los racimos de uvas, he visto la tersura, la transparencia, la perfección que habría de tener el saber de experiencia y que raramente aparece y que, cuando aparece, sirve tal vez para muchos siglos después, como hace la tierra para dar, con la experiencia y el cultivo, esa perfección de los racimos.
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El hombre es el ser en el cual ser y realidad no coinciden. Y si no coinciden ante él ni para él es porque no coinciden en él, no se da al ser y a la realidad coetáneamente, al mismo tiempo, sino en rarísimos momentos, extraordinarios, creadores, fecundamente inacabables, eso sí. Como realidad, el hombre. al igual que todo ser viviente, necesita alimentarse, como ese ser al que no puede renunciar le es dado, impuesto, el alimentar, o séase, el darse, el darse cuando todavía no es. ¿Cómo, pues, lograrse el ser humano si, de ese saber de experiencia, no logra trasmitir a alguien la experiencia, dejársela a alguien? No hace falta ser padre ni maestro, ni discípulo ni hijo, para querer dejar algo así como la expresión concentrada, como una bebida de la propia vida, de aquello que nos ha sido dado como obligación sagrada a reverenciar y a querer, aquello que nos ha movido, aquello por lo que nos movimos. ¿Cómo puede troncarse este afán, este afán y esta imposición de ser y de realidad coetáneamente sin acortar siquiera un poco la distancia entre las dos caras o aspectos de la vida de una sola criatura cuando se sabe? Y, si no se supiera, ¿qué se seria?. Se sería propiamente un «ser» humano o se dejaría de ser humano. ¿Habrá la posibilidad, Señor, de dejar de ser humano para que coincidan, como en un racimo de uvas, puro, blando, duro, cándido, perfecto, ser y realidad? ¿Cuál es el camino?
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Ha de haber muchos caminos. Ha de haber varios para cada persona, pues que varios son los tiempos, y no me refiero solamente a las circunstancias, sino al modo de vivir el tiempo y al modo de sufrirlo.
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Todo este exordio, un tanto impertinente, precede a algo más impertinente todavía, que es – no tengo más remedio que decirlo – hablar de mí misma, de algo que le ha ocurrido no sé si a mí misma o a quién, quizá a alguien que está en trance de nacer, de renacer, para no volver a nacer más, en un ser ya cumplido o bien en un ser prometido y castigado a tener que seguir.
Quiero referirme a mi llegada a España que fue por Madrid.
Durante el inmenso exilio, al cual yo no veía el fin, cada vez que me asaltaba el pensamiento de volver a España, lo aplazaba. ¿Es que había encontrado mi lugar en el exilio? No. No era mi patria el exilio. Pero, cada vez que pensaba volver, lo difería. No era entonces. No podía ser. Ahora, cuando he vuelto, ha sido casi sin sentirlo. Y cuando he visto las fotografías de los casi siempre calumniados fotógrafos y hasta leído las impresiones de los casi siempre tergiversados periodistas – que están ahí para cargar con todas las culpas ajenas -, he recordado el ayer.
Al salir de España, en 1939, prevaleció en mí la imagen y la realidad, la realidad que después se hizo imagen, pero una imagen real. Tuvimos que pasar la frontera de Francia uno a uno, para enseñar los más la ausencia de pasaporte, que yo sí tenia, por haberlo sacado con mucha anterioridad, cuando tuve que ir a Chile. Y el hombre que me precedia llevaba a la espalda un cordero, un cordero del que me llegaba su aliento y que por un instante, de esos indelebles, de esos que valen para siempre, por toda una eternidad, me miró. Y yo le miré. Nos miramos el cordero y yo. Y el hombre siguió, y se perdió por aquella muchedumbre, por aquella inmensidad que nos esperaba del lado de la libertad.
¿Qué hacer ahora? Yo no volví a ver aquel cordero, pero ese cordero me ha seguido mirando. Y yo me decía y hasta creo que llegué a decírselo a media voz a algún amigo o a algún enemigo, o a nadie, o al Señor, o a los oliyos, que yo no volvería a España sino detrás de aquel cordero.
Y luego he vuelto. Y el cordero no estaba esperándome al pie del avión. Ahora bien, procuré, cuando ya puse el pie en tierra, quedarme completarnente sola y pisar la tierra española sola, sin apoyo. Pero el hombre del cordero no estaba. ¿Cuándo he venido a darme cuenta? Pues ahora, cuando, tal vez por misericordia, tal vez por veracidad, me han dicho algunas personas, que estimo, que he llegado a la hora precisa, que he llegado cuando debía de llegar y como debía de llegar. Y, cuando he visto las imágenes que sacaron los fotógrafos que me aguardaban, tan conmovedoras, tan blancas,tan puras, entonces vi que el cordero era yo. El hombre no aparecía sosteniéndome en su espalda porque yo me había asimilado al cordero.
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El hombre, para ser, tiene que asimilarse, así como para pervivir en la realidad tiene que asimilarla. Al asimilarse, se asimila a alguien. Un cierto temblor me da de recurrir, hablando de mí (pero, Señor, yo soy una criatura humana y no tengo la culpa) al libro más sagrado de nuestra tradición occidental, donde se habla de Aquel asimilado al Verbo por toda la etemidad, superior al Dios de Abraham, Dios no de sacrificio, sino el que ofreció el pan y el vino, la eucaristía. Entonces, esto quiere decir que para que la criatura humana sea tiene que asimilarse, por muy indignamente que esto aparezca si esto se mira desde el punto de vista nada grato y nada fecundo de la jerarquía. Se puede ir en la misma procesión siendo el primero, que en el orden litúrgico el último es el que cuenta. Se puede ser de una filiación, de una filialidad: la del cordero.
Así, los largos años de exilio me han servido, sin que yo me lo propusiera, pues que de habérmelo propuesto sería una alegoría o una caricatura, o una locura de manicomio simplemente, para irme asimilando al cordero y a aquella mirada indecible, a aquella mirada que no intento transcribir en palabras, a aquel silencio del cordero, un aliento que sentí como vida, como vida de alguien que sabe que está destinado a morir y lo acepta. De alguien que transciende la muerte misma y que a veces, eso sí, en los paseos que he dado en los campos del Jura – de donde salió el librito Claros del bosque -, permitía que yo viese a lo lejos un cordero, una criatura que también podía ser una paloma (más adecuada a mi alma femenina, más adecuada a la imagen de la libertad y del amor, más adecuada inclusive a la tercera persona de la Santa Trinidad), pero no, lo que se me aparecía en lontananza era el cordero. Y yo iba hacia el cordero; y claro está que no llegaba nunca, que no podía llegar por mucho que yo anduviese – Y no he sido tan mala andarina -, pues cuando llegaba al lugar no estaba, porque no era ése su lugar, no era sobre la tierra, sino entre cielo y tierra, o quién sabe entre qué cielo y qué tierra prometida.
Pero yo andaba hacia aquello que se llama lontananza. Digo esta palabra porque en una de las huidas del Ejército vencido, el mío, alguien les preguntó: «¿A dónde vais?» «¡A lontananza!», respondieron. Iban huyendo, como fui huyendo yo, a lontananza. Porque en la lontananza ha de estar desde siempre, desde el fondo de las edades, ese cordero que da su aliento al Universo, que, siendo él tan blanco, su aliento es fuego, pero no un fuego abrasador, sino un fuego mesurado, un fuego que se reparte y un aliento que se da para los otros también, un aliento para todos, que puede ser nacido del aliento primero que, según cierta sabiduría venerable, dio nacimiento a todo el Universo.
Artículo publicado en Diario 16, año X, Madrid, 15 de septiembre de 1985 (suplemento Culturas, n°23, págs III).
Las palabras del regreso, Ediciones Cátedra. Letras hispánicas, 2009.

Le savoir d’expérience (notes sans lien).
Ce qu’il y a de grave dans le savoir d’expérience, c’est que, s’il est authentique, il n’arrive qu’après coup, ne sert à rien et s’avère intransférable. En voyant la pureté des grappes de raisins, j’ai vu le poli, la transparence, la perfection que devrait avoir le savoir d’expérience, qui n’apparaît que rarement et qui, lorsqu’il apparaît, ne sert peut-être que des siècles après, ainsi que le fait la terre pour donner, avec l’expérience et la culture, cette perfection des grappes.
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L’homme est l’être en lequel l’être et la réalité ne coïncident pas. Et s’ils ne coïncident ni pour lui ni à ses yeux, c’est parce qu’ils ne coïncident pas en lui, parce que lui-même ne se donne pas à l’être et à la réalité simultanément, dans le même temps, si ce n’est en de très rares moments, extraordinaires, créateurs, et d’une fécondité réellement inépuisable. En tant que réalité, l’homme, au même titre que tout être vivant, a besoin de s’alimenter, comme est donné, imposé à cet être auquel il ne peut renoncer l’acte d’alimenter, autrement dit de se donner, se donner alors qu’ il n’est pas encore. Comment donc l’être humain s’accomplit-il, si, de ce savoir d’expérience, il ne parvient pas à transmettre à quelqu’un l’expérience, à la laisser à quelqu’un ? Il n’est pas nécessaire d’être père ni maître, ni disciple ni fils, pour désirer transmettre, comme l’expression concentrée, comme une boisson extraite de sa propre vie, de cela qui nous a été donné comme une obligation sacrée à révérer et à aimer, cela qui nous a mis en mouvement, pour quoi nous nous mettons en mouvement. Comment cet effort, cet effort et cette obligation à la fois d’être et de réalité peuvent-ils être interrompus sans réduire un tant soit peu la distance entre ces deux visages ou ces deux aspects de la vie d’une seule créature quand on sait ? Et si l’on ne savait pas, que serait-on ? On deviendrait un être humain à proprement parler ou alors l’on cesserait d’être humain. La possibilité existerait-elle, Seigneur, de cesser d’être humain pour que coïncident, comme dans une grappe de raisins, pure, tendre, dure, candide, parfaite, être et réalité ? Quel est le chemin ?
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Les chemins doivent être nombreux. Il doit y en avoir de différents pour chaque personne car les temps sont différents ; et je ne pense pas seulement aux circonstances mais aussi à la façon qu’on a de vivre le temps et qu’on a de le supporter.
Tout ce préambule, légèrement impertinent, pour quelque chose qui l’est plus encore : le fait – je ne peux éviter de le dire – de parler de moi-même, de quelque chose qui est arrivé – je ne saurais dire si c’est à moi ou à qui ? ; peut-être à quelqu’un qui est en train de naître, de renaître pour ne plus recommencer à naître, en un être totalement accompli ou bien en un être promis et condamné à devoir continuer à naître.
Je veux parler de mon arrivée en Espagne, laquelle se fit par Madrid.
Pendant l’immense exil, dont je ne voyais pas la fin, chaque fois que m’assaillait la pensée du retour en Espagne, je la remettais à plus tard. Était-ce parce que j’avais trouvé mon lieu dans l’exil ? Non. L’exil n’était pas ma patrie. Mais pourtant, à chaque fois que je pensais à rentrer, je différais. Ce n’était pas le moment. Cela ne pouvait se faire. Cependant, lorsque je suis revenue, cela s’est fait pour moi d’une manière quasi insensible. Et quand j’ai vu les photographies de ces photographes que l’on calomnie presque toujours et même quand j’ai lu les impressions de ces journalistes dont on prend presque toujours en mauvaise part les propos – qui sont là pour qu’ils prennent sur eux toutes les fautes des autres – je me suis souvenue d’hier.
Lorsque j’ai quitté l’Espagne, en 1939, ce qui a prévalu en moi, c’était l’image et la réalité, la réalité qui par la suite s’est faite image, mais une image réelle. Nous avons dû passer la frontière française à la file indienne, pour montrer pour la plupart notre absence de passeport – passeport que moi j’avais pour l’avoir retiré longtemps auparavant au moment où j’ai dû partir pour le Chili. L’homme qui me précédait portait sur ses épaules un agneau, un agneau dont me parvenait l’haleine et qui un instant, l’un de ces instants indélébiles, qui valent pour toujours, l’espace d’une éternité, m’a regardée. Et moi je le regardai. Nous nous sommes regardés l’agneau et moi. Et l’homme a continué sa route et s’est perdu dans toute cette multitude, dans cette immensité qui nous attendait du côté de la liberté.
Que faire dès lors ? Je n’ai pas revu cet agneau, mais cet agneau a continué à me regarder. Je me disais – et je crois même que je suis parvenue à le dire à mi-voix à un ami ou à un ennemi, ou à personne ou au Seigneur, ou aux oliviers, que je ne retournerai en Espagne que derrière cet agneau.
Et puis je suis rentrée. Et l’agneau ne m’attendait pas au pied de l’avion. Néanmoins je me suis efforcée, quand j’ai posé le pied sur le sol, de rester complètement seule et de fouler toute seule la terre d’Espagne, sans aide. Mais l’homme à l’agneau n’était pas là. A quel moment en suis-je venue à m’en rendre compte ? Eh bien lorsque, peut-être par miséricorde, peut-être par véracité, des personnes que j’estime m’ont affirmé que je suis arrivée à l’heure où je devais arriver et de la façon dont je devais arriver. Et lorsque j’ai vu les images qu’avaient prises les photographes qui m’attendaient, si émouvantes, si blanches, si pures, alors j’ai vu que l’agneau, c’était moi. L’homme n’apparaissait pas, qui me soutenait sur ses épaules, parce que je m’étais assimilée à l’agneau.
***
L’homme, pour être, doit s’assimiler, de la même façon que pour survivre dans la réalité il lui faut assimiler celle-ci. En s’assimilant, il s’assimile à quelqu’un. J’éprouve un certain tremblement de devoir recourir, en parlant de moi, (mais, Seigneur, je suis une créature humaine et je n’en suis pas responsable) au livre le plus sacré de notre tradition occidentale, où l’on parle de Celui qui s’est assimilé au Verbe pour toute l’éternité, supérieur au Dieu d’Abraham, Dieu non du sacrifice, mais celui qui a offert le pain et le vin, l’eucharistie. Ce qui veut dire que pour que la créature humaine soit, il faut qu’elle s’assimile, aussi indignement que cela puisse paraître si on le considère de ce point de vue qui n’a rien d’agréable ni de fécond, qui est celui de la hiérarchie. On peut être le premier dans la même procession : dans l’ordre liturgique, c’est le dernier qui compte… On peut être d’une filiation, d’ une « filialité » : celle de l’agneau.
Ainsi, les longues années d’exil m’ont servi sans que je ne me le propose, puisque me le proposer aurait été une allégorie ou une caricature, ou simplement un délire d’un hôpital de fous, à m’assimiler progressivement à l’agneau et à ce regard indicible, à ce regard que je n’essaierai pas de traduire en mots, à cette haleine de l’agneau, une haleine que j’ai ressentie comme la vie, comme la vie de quelqu’un qui sait qu’il est destiné à mourir et qui l’accepte. De quelqu’un qui transcende la mort elle-même et qui, parfois, je l’atteste, dans les promenades que j’ai faites dans les hauteurs du Jura – d’où est sorti ce petit livre, Les Clairières du bois – permettait que je voie au loin un agneau, une créature qui aurait pu tout aussi bien être une colombe (plus en adéquation avec mon âme féminine, avec l’image de la liberté et de l’amour, et même avec la troisième personne de la sainte Trinité), mais non, ce qui m’apparaissait dans les lointains était bien un agneau. Et moi, j’allais vers l’agneau ; et il est clair que je n’arrivais jamais, que j’avais beau marcher, je ne pouvais pas arriver – et je n’ai pas été si mauvaise marcheuse – car quand j’arrivais quelque part, il n’y était pas, ce n’était pas son lieu, il n’était pas sur la terre mais là-bas entre le ciel et la terre ; qui saurait dire entre quel ciel et quelle terre promise ?
Mais j’allais vers cela qu’on appelle les lointains. C’est ce mot que je donne parce que lors d’une des déroutes de l’Armée vaincue, la mienne, quelqu’un leur a demandé : mais où allez vous ? et ils ont répondu : vers les lointains. Ils fuyaient comme j’ai fui, moi aussi, vers les lointains. Parce que dans les lointains, c’est là que doit être depuis toujours, depuis le fond des âges, cet agneau qui donne son souffle à l’univers, parce que, lui étant si blanc, son souffle est le feu, mais non pas un feu dévastateur, un feu mesuré, un feu qui se distribue et un souffle qui se donne également pour les autres, un souffle pour tous, qui a pu naître du souffle primordial, lequel, selon certaines sagesses vénérables, a donné naissance à l’Univers tout entier.
María Zambrano, Diario 16, Madrid, 15 septembre 1985 (supplément culturel N°23, p.III).
Traduit par Jean Marc Sourdillon, Jean-Maurice Teurlay, Jean Croizat-Viallet. (Jean-Marc Sourdillon. María Zambrano Le choix de naître. Éditions de Corlevour. 2024. Une première version a été publiée dans le numéro 25 de la revue Conférence à l’automne 2007 )
