El vagabundo de Valparaíso
Valparaíso está muy cerca de Santiago y parecen separarlas solo nuestras hirsutas montañas en cuyas cimas se levantan, como obeliscos, gigantescos cactus hostiles y floridos.
Pero la verdad es que algo infinitamente indefinible separa a Valparaíso de Santiago, capital de Chile. Santiago es una ciudad prisionera, cerrada por sus muros de nieve. Valparaíso abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de las calles, a los ojos de los niños: todo es allí diferente. En el punto más desordenado de mi juventud nos metíamos de pronto en un tren, siempre de madrugada, siempre sin haber dormido, siempre en un vagón de tercera clase, sin un centavo en los bolsillos, dirigidos por la estrella de Valparaíso. Éramos poetas o pintores de poco más o menos veinte años y entre aquellos cuatro o cinco viajeros reuníamos una valiosa carga de locura irreflexiva que quería emplearse, extenderse, estallar. Valparaíso nos llamaba con su pulso magnético.
Solo muchos años después he sentido desde otra ciudad ese mismo llamado inexplicable. Fue durante mis años de Madrid. De pronto en una cervecería, saliendo de un teatro en la noche o simplemente andando por la calle, oía la voz de Toledo que me llamaba, la muda voz de sus fantasmas, de su silencio. Y a esas altas horas, con mis amigos tan locos como los de mi juventud, nos largábamos hacia la antigua ciudadela calcinada y torcida. Otra vez visitantes sin dinero y sin ningún conocido, dormíamos ahora vestidos sobre las arenas del Tajo, bajo los puentes de piedra.
No sé por qué entre mis viajes fantasiosos a Valparaíso uno se me ha quedado grabado, impregnado por el aroma de hierbas arrancadas a la intimidad de los campos. Contaré la historia.
Íbamos a despedir a un poeta y a un pintor que tal vez viajarían a Francia en una posibilidad de tercera clase de la P.S.N.C. (Pacific Steam Navegation Company) surto en la bahía. Allí estaba el navío lleno de luces y fumándose su gruesa chimenea: no había duda de que partiría. Como entre todos no teníamos para pagar ni el hotel más ratonil, buscamos a Novoa, uno de nuestros locos favoritos del gran Valparaíso. Sabíamos que él no desteñía y su casa en los cerros estaba siempre abierta de par en par a la locura. Era tarde en la noche cuando emprendimos la marcha. No era tan simple. Subiendo y resbalando interminablemente colinas y colinas hasta el infinito en la oscuridad veíamos imperturbable la silueta de Novoa que nos guiaba. Era un hombre grandísimo, de gruesos bigotazos y barba. Los faldones de su vestimenta oscura eran como alas en las cimas desconocidas de aquella cordillera que subíamos ciegos y abrumados.
Él no dejaba de hablar. Era un santo loco a quien solo nosotros los poetas habríamos canonizado. No daba importancia a esta consagración sino a las secretas relaciones, que solo él sabía, entre la salud corporal y los dones naturales de la tierra. Era, naturalmente, un naturista. Era un vegetariano vegetal, y él, sin dejar de predicarnos mientras marchaba, con voz tonante, hacia atrás, como si fuéramos sus discípulos, avanzaba imponente, tal como un san Cristóbal de los nocturnos, solitarios suburbios.
Por fin llegamos a su casa, que resultó ser una cabaña de dos habitaciones. Una de ellas la ocupaba la cama de nuestro san Cristóbal, la otra estancia la llenaba en gran parte un inmenso sillón de mimbre, obra maestra del siglo victoriano, profusamente entrecruzado por inútiles rosetones de paja y extraños cajoncitos adosados a sus brazos.
Fui designado para ocupar el gran sillón para dormir aquella noche. Mis amigos extendieron en el suelo los diarios de la tarde y se acostaron parsimoniosamente sobre las noticias de la época. Pronto supe, por sus respiraciones y ronquidos, que ya dormían todos. A mí me era difícil dormir sentado en aquel mueble monumental. El cansancio me mantuvo insomne.
Se oía un silencio de altura, de cumbres solitarias: solo algunos ladridos de perros astrales cruzaban la noche, solo algún pitazo lejanísimo de navío que entraba o que salía me confirmaba la noche de Valparaíso.
De pronto sentí una influencia extraña y arrobadora que me invadía. Era una fragancia montañosa a pradera, a vegetaciones que habían crecido con mi infancia y que yo había olvidado en el despeñado fragor de la ciudadanía. Me sentí reconciliado con el sueño, envuelto por la tierra maternal.
Pero, de dónde podía venir aquella palpitación silvestre de la tierra? Estaba impregnándome, se apoderaba de mis sentidos un olor invasor compuesto por una purísima virginidad de aromas. En la oscuridad palpé hacia la armazón de mimbre de mi sillón colosal.
Metiendo los dedos entre sus vericuetos descubrí al tacto innumerables cajoncillos. Y en ellos, sin ver en la oscuridad, con mis manos toqué plantas secas y lisas, ramos ásperos, espinosos, redondos, hojas lanceoladas, tiernas o férreas. Todo un arsenal de la salud de nuestro anfitrión vegetariano, de una vida recogiendo malezas con sus grandes brazos de san Cristóbal abundante y andarín.
Revelado el misterio, me fue fácil dormir entre aquellas hierbas guardianas.
Hoy, en la mañana de este mes de agosto de 1973 en Isla Negra, al recordarlo, compruebo que todos mis amigos de aquella noche extraña y aromática ya se fueron a la muerte cumpliendo cada uno su trágico o tranquilo destino.
PABLO NERUDA, Confieso que he vivido, 1974.